La escena ausente

El acontecimiento arrastra la piedra sisífica de lo sobre-interpretado. Cismático, irrumpe como una herida que lacera el tiempo político, el réquiem del momento solar de la liberación desatada, el fin del mito de la conducción (Perón al día siguiente en cadena nacional menea el remanido lenguaje de la infiltración y reafirma la doctrina peronista: “seguimos siendo lo que las veinte verdades dicen”), los sucesos traslucen la antesala; son punto de fuga, comienzo del espiral y, al mismo tiempo, enigma. Las imágenes del matón, quien desde el palco agita un fusil en señal victoriosa, un joven a quien levantan desde sus largas mechas hacia la cumbre de una ligustrina, corridas, estampidas; emblemas lúgubres, iniciáticos. Y por supuesto están los textos; las explicaciones de la masacre, desde la edición posterior del Desca hasta el libro de Verbitsky. Las explicaciones en contrario. Tiros y troyanos. También los que ven allí la consumación de la funesta división dentro del campo popular que conduce a la derrota. En rigor, estamos –como cualquiera que pose su mirada sobre esos años– ante el exceso: Ezeiza como esfinge. Y caleidoscopio de una época. La cautela historiográfica sospecha de cualquier prefiguración puesto que ve asomar el pecado del anacronismo. Ezeiza cifra el polemos entre contexto y anticipación; las estrías del tiempo. Brevemente propongo aludir a un escrito cuyo discurrir vislumbra el deshilachamiento.

Los festejados diarios de Emilio Renzi escudriñan las vetas del tiempo procurando asir la multiplicidad de la vida. Releídos, reescritos –ponderados–, no pueden ser testimonio ni documento; sin embargo, permiten acceder a la época, a su concreto pensado, y a sus impensados. Podríamos conjeturar, a la epocabilidad de la época (uso a Derrida), es decir, menos a su acaecer que a su promesa. Son escuetas las páginas dedicadas (apenas 13) al decisivo año 73. La vida, como siempre, sigue su curso: los encuentros con Viñas, con León R., caminatas por Corrientes, el escritor que escribe la imposibilidad de escribir, las lecturas norteamericanas, recurrentes reuniones con amigos revolucionarios que nunca parecen avanzar, las escaramuzas amorosas. La política irrumpe; es el pistoletazo según la definición de Stendhal para su uso dentro de la literatura. 25 de mayo. Asumió Cámpora. Llegamos a la Plaza cuando la gente empezaba a desconcentrarse (…) Presencia hegemónica de la Juventud peronista, salto a la superficie de los grupos armados (…) las paredes de la ciudad repentinamente cubiertas de pintadas guerrilleras (…) Junto con esto, el circo peronista: los vendedores de estampitas de Eva, los disfrazados, el aire de murga que dan los bombos, la tradición popular aparece “actuada” por los activistas (…) Luego noche inolvidable frente a la cárcel de Villa Devoto, una multitud logró la liberación de los presos políticos. No hay 20 de Junio, ni 21, el 23 anota Renzi los juegos de seducción con Iris, el 24 sepulta el manuscrito de la malograda novela sobre los maleantes (la futura Plata quemada) y se prepara para viajar a China vía París. Se escribe el comienzo y el cierre: el amor, los libros y los viajes. Políticamente queda estampado el hiato cultural entre los peronismos y la noche inolvidable. La noche blanca en la que se rozó, y gozó, el poder. Los años felices, es el título de los diarios que narran ese período. Ezeiza omitida, fantasmal. En un recordable pasaje de su Diario, Kafka anota: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia –por la tarde, Escuela de natación”. Dos líneas que aglomeran un acontecimiento decisivo que involucra la vida de millones y un suceso nimio de la vida personal. Los diarios son esa condensación. Pero aunque Kafka es modelo, los diarios de Renzi guardan otra relación con la política. Los admirados revolucionarios, los interminables entuertos intelectuales (Paso doce horas en Arquitectura, primer encuentro de “artistas” y “escritores” (…) Se discutía el compromiso y la práctica. La discusión es siempre la misma, para mí la política es interna a la acción artística, mientras que la mayoría piensa la política como algo hacia lo cual hay que ir), la intriga por el secuestro de Aramburu, la situación agobiante del 75 y el ir a la Plaza: 12 de Junio 74. Voy a la Plaza de Mayo. Perón convoca un acto para enfrentar la crisis y las presiones militares. Poca gente. Los años felices es, como se dijo, el diario de los amigos y también el de la sofocación política; entorno apremiante que exige, para que la literatura sea posible, refugiarse en la madriguera.

Así, Ezeiza es la escena ausente. Silencioso cráter, que no obstante es audible en su indecibilidad. Y no hace falta señalar la imposibilidad de nombrar, el desierto de lo real, los Diarios proceden de modo más sutil: traman un espacio vacío en el discurrir narrativo que engarza con la sigilosa violencia. La fiesta de la revolución, la noche inolvidable, es narrable; la violencia muda ahueca el lenguaje y extravía el sentido. El olvido de las palabras presagia el tiempo de los chacales.

En efecto, la escritura es profética. Y más allá de las reelaboraciones palmarias, los diarios transmiten esa inquietante sensación de premonición (Sobre Guevara. La conmoción por su muerte está disolviendo las razones que lo llevaron hasta ahí), conservando, sin embargo, las penumbras de la historia –como los designios del oráculo en la antigua Grecia. Por eso, si bien no son historia en sentido lato tampoco permiten hilar el tejido completo. Historicidad deshilachada, la obliteración resuena. Descontadas las astucias de Piglia respecto a Renzi, el discreto silencio delata un suceder siempre truncado. No digo contingente, más bien ahuecado. El sentido agujereado, en harapos. En fin, contemplando una serie de escritos interpretativos sobre Ezeiza llamo la atención en torno a unos diarios, “escritos” y publicados en nuestro presente, nostálgicos sin duda de los años felices, pero capaces de horadar lo cognoscible o el lenguaje retórico que ensayamos alrededor de los 70, pergeñando otro sentido posible, que trastoque lo esperablemente relevante y husmee la filigrana de la historia, allí donde la política encuentra su tegumento.