Gladiadores y coliseos

Cuando los representantes de Francia, Bélgica, Dinamarca, Holanda, España, Suecia y Suiza firmaron el acta fundacional de la FIFA el 21 de mayo de 1904, se fijó por estatuto que esa organización se encargaría de la realización de torneos que midieran combinados de los países miembros. Anfitrión en el edificio trasero de la sede de la Union Française des Sports Athlétiques de la Rue Saint Honoré N° 229, Robert Guerin estampó con su mocha la integración de los galos a la asociación y se puso al hombro la epopeya pero los estertores de la belle époque y el inicio de la Primera Guerra Mundial conspiraron en su contra. Para colmo, Inglaterra no se sumó a la aventura desde el principio, bajo la arrogancia de considerarse creadora de la disciplina frente a países con menos tradición en la esfera.

Recién a partir de 1921, ya con Jules Rimet a la cabeza, se encaminaron las voluntades hacia la concreción del sueño inicial. Con el recuerdo de las trincheras encima, el presidente más longevo de la historia de la FIFA logró que se acordara en 1928 la puesta del campeonato en Montevideo, bajo la excusa de que el seleccionado uruguayo se había consagrado campeón por doblete en los Juegos Olímpicos de París y Ámsterdam, sucesivamente. La inspiración de la gesta obedecía, según las palabras de Rimet, al fomento de la paz a través de la justa deportiva, en una competencia todavía amateur en casi todas las latitudes del planeta y poco permeable a la penetración de las lógicas industriales.

Casi un siglo después de la nobleza originaria, el saldo del Mundial de Rusia es, más allá de la cruenta exposición de la crisis del fútbol argentino, una sopa informativa sobre pases millonarios sazonados con la congoja edulcorada de historias conmovedoras inscriptas en la piel de sus personajes emblemáticos. Atravesado por la misma globalización que cualquier rama de la producción, el deporte más popular de todos es campo fértil para la vorágine de los flujos financieros y la más potente urdimbre de coliseos para la cosecha de gladiadores que sus pueblos adoran y devoran mientras desayunan o cenan, si pueden, con su teléfono celular a mano.

De ahí que no sorprenda la viralización vernácula del video de Kylian Mbappé, el joven delantero francés que atormentó a los defensores argentinos en el Kazán Arena, declarándose hincha de Sarmiento de Junín. La pieza es el corolario de la ascendencia que el ex futbolista Luis Marcos Ferrer, quien vistió los colores de ese club a sus 20 años de edad, ejerce desde la Dirección Deportiva del París Saint Germain (PSG) sobre la joya de los comandados por Didier Deschamps. La parábola del crack francés, hijo de un inmigrante camerunés que también se dedicó al fútbol y una madre de ascendencia argelina que jugó handball, trabando amistad con un manager argentino oriundo de Córdoba, que lució los colores del Verde en 1996 y emigró a Europa como cazatalentos, no constituye ninguna curiosidad.
La pelota se rige hace rato por la misma lógica del tráfico de mercancías que cualquier otra faena: lo que se compra y vende, además, demuele muros culturales y propicia sincretismos extraños, como la pasión por el mate de Antoine Griezmann a raíz de su amistad con el áspero Diego Godín, compañeros en el Atlético de Madrid.

La pelota se rige hace rato por la misma lógica del tráfico de mercancías que cualquier otra faena: lo que se compra y vende, además, demuele muros culturales y propicia sincretismos extraños

Al cierre de este artículo, trascendía la noticia de que los periodistas Vicente Azpitarte y José Manuel Puertas lanzarían una nueva edición de Luka Modric, el hijo de la guerra, libro que narra la durísima historia del mediocampista croata que se consagró mejor jugador en Rusia 18, aunque su equipo cayó ante Les Bleus en la final. Nacido en 1985, la estrella del equipo subcampeón vio cómo fusilaban a su abuelo en un asentamiento de Jesenice, en plena desintegración yugoslava, y su familia emigró a Zadar, donde su padre se desempeñaba como técnico aeronáutico y su madre, como costurera. Allí detectaron su habilidad los dueños de uno de los hoteles de refugiados donde vivía y lo introdujeron en un camino que culminó con su fichaje para el Dínamo de Zagreb a temprana edad.

Modric tenía 13 años cuando Davor Suker y los suyos llevaban a su país, compuesto por menos de 4 millones de habitantes devastados por el conflicto bélico pero enfervorizados por la independencia, al podio de Francia 98’. Cuenta el cineasta mexicano Edson Ramírez en Vatreni, su documental sobre el equipo croata que dio el batacazo hace 20 años, que el director técnico Ciro Blazevic transmitió a los jugadores el mensaje telefónico del presidente Franjo Tudjman, indignado por el desplante diplomático de su par teutón, Helmut Kohl, antes del enfrentamiento por los cuartos de final contra la escuadra de Jurgen Klinsmann y el tanque Oliver Bierhoff. Los balcánicos aplastaron por 3 tantos contra 0 a los alemanes. Vatreni, en lengua croata, significa fuego, y la generación que mejoró la hazaña de hace dos décadas vio la pieza audiovisual azteca antes de su primer partido del certamen, contra Nigeria.

Diluidas las representaciones políticas tras la caída del Muro de Berlín y exacerbadas las posibilidades de producirse a sí mismo a través de los dispositivos tecnológicos, el fútbol –tanto o más que otras manifestaciones deportivas- resulta propicio para relatos con épica. La figura de Modric, rutilante volante del Real Madrid, se vuelve conmovedora merced al trazado que va de las balas al balón de oro. Como reza el proverbio de su terruño, “bez muke nema nauke” (sin sufrimiento, no hay enseñanza).

En su texto, Lukaku se regocija con sus parientes: “ellos ya no tienen que chequear mi documento, ellos ya saben nuestro nombre”.


En consecuencia, no es casual que Romelu Lukaku terminara siendo el centrofoward de la plebe en el Mundial, luego de que su carta a modo de columna periodística para The Players Tribune circulara sin freno por las redes sociales. En esa misiva, el jugador belga descendiente de congoleños que verdugueó a los zagueros brasileños en el estadio Cosmos de Samara recuerda que su madre rebajaba la leche con agua porque el dinero no les alcanzaba, las ratas compartían el hogar de su infancia con su familia y se prometió a sí mismo, a los 6 años, que lograría su debut en primera a los 16.

Tenaz como pocos, Lukaku tuvo que enfrentarse más de una vez a los padres de sus rivales cuando militaba con la casaca de los juveniles del Lièrs y, por su portentoso físico, impugnaban su inclusión en cancha pidiendo sus documentos. “Nací en Antwerp: soy belga”, espetaba al paso que chapeaba con su papeleta, en una escena que se repite habitualmente en cualquier canchita de papi fútbol argentina: el racismo opera igual aunque se vista de presunto apego a la regla cuando la duda sobre la edad se basa en la apariencia física de un adolescente.

Aun en el secundario, Romelu firmó contrato con el Anderlecht, tal como se juró a sí mismo, el 13 de mayo de 2009, el día que cumplía 16 años. En su texto, el acreedor de 4 goles en Rusia pero más de 40 en total con la camiseta de los Diablos Rojos se regocija con sus parientes: “ellos ya no tienen que chequear mi documento, ellos ya saben nuestro nombre”.

Que los responsables del merchandaising en el club Manchester United hayan pifiado su apellido al estamparlo en el dorsal de la vestimenta oficial sobre el número 9 no es un detalle menor pero tampoco cambia la historia. “Lakaku”, dicen las prendas, y en Argentina se consiguen por el equivalente a 78 dólares.

En definitiva, la industria mete la cola en un espectáculo donde siempre sangran –y emocionan– los mismos. Los condenados de la tierra acceden a módicas revanchas a través de los que luchan en su nombre sobre el césped.